top of page

Un sonido adormecido

Fotografías y texto de Silvia Bonadeo

Allá por los años sesenta, recuerdo que las casas de mis alrededores y la mía eran pequeñas y con gran patio, bordeado por alambres tejidos. En él había lugar para los almácigos, para el gallinero, el perro, los gatos, la parra, los frutales y el albarillo que  por supuesto, trepaba. Varias siestas he jugado con una amiga del fondo a través de esos tejidos.

Pero a mí no me alcanzaba ese patio grande y ganaba la calle por la puerta de lata del pasillo.

Allí, en esa calle Vélez Sársfield, que me costaba trabajo pronunciar, al 5700, había un mundo por descubrir. Al costado estaban las canchitas de fútbol, al frente la calle de tierra, unos postes con alambres de púa, que en verano se cubrían con enredaderas de zarzaparrillas; una zanja dónde iba a parar toda el agua de las lluvias y se reproducían gustosas las ranas, lo supe por su croar rítmico y las vías del tren que en todas las esquinas tenía un molinete para el paso de la gente y los chicos usábamos primero para colgarnos de sus palos y hamacarnos y luego para largas charlas antes de despedirnos por un rato nada más.

Vivíamos justo donde las vías anchas del Mitre hacían una curva al oeste y las del Belgrano seguían rumbo al norte, derecho. Esas mismas vías iban y venían más lejos con los cargueros, con treinta o más vagones, que cuando me paraba a mirarlos tenía la rutina de contarlos con la cabeza y el índice y si veía un linyera asomando en los vagones bajos con la otra mano en alto, nos saludábamos.

En esos años nuestro lugar, salvo el fondo y costado izquierdo también al fondo, estaba rodeada de solo tierra baldía y calle de tierra, así que cuando pasaba el tren mi casa vibraba, y se producían grietas en la pared sur y eso que era de treinta. Allí arriba  vi largas rajaduras, que luego con los arreglos siempre quedaban  largas letras T.

A mí ese sonido en el piso se me quedó grabado en las plantas de los pies.

La vía, no solo era la vía, en la esquina sur había un cabín dónde un guarda hacía cambio de vías y de señales, previo al pase de un tren y a una cuadra también al sur paraba el tren, en el primer apeadero de la Estación Belgrano a la Estación Guadalupe, que todos los días de la semana venía temprano de Laguna Paiva y volvía por la tarde.

Un espectáculo aparte era el coche motor que iba a Retiro. Tenía tres vagones compactos y uno que estaba todo iluminado: el vagón comedor. A ese tren se lo escuchaba de lejos por sus sonidos fuertes advirtiendo de su paso y los chirridos de la vía por su velocidad, salvo enfrente nuestro que al comenzar la curva, había un cambio de rieles.

Ese tren era muy llamativo, sus sillones eran altos y mullidos, imaginaba. Siempre iluminado ya que pasaba a la noche y sobre todo el salón comedor, dónde se veía que los mozos con bandejas estaban acostumbrados al equilibrio y al traqueteo.

En las noches cálidas de verano me quedaba en el umbral de mi puerta mirando su paso fugaz y esperando la rutinaria quietud de la oscuridad y si tenía suerte, el vuelo de los bichitos de luz, atraídos por esa luz y si no se estrellaban, quedaban revoloteando.

Luego con los años yo me fui, el barrio se pobló y modernizó con el asfalto.

Los ferrocarriles daban pérdida, decían los menemistas. Hubo despidos masivos de empleados, luego desmantelamiento de máquinas, vagones y rieles. Todo se fue apagando por décadas.

Y como el sonido se fue silenciando quizás el eco lo renueve.

isologo
bottom of page