Personería Jurídica Nº 790/11
Reconocida por CONABIP y por el Ministerio de Cultura de la Provincia
Integrante del Núcleo de Bibliotecas
Populares de la ciudad de Santa Fe
​

Aventuras de una infancia feliz
Graciela Boffelli / Rosalía Cerchiaro
Un día conocí a Rosalía, a través de otras amigas. Siempre estábamos rodeadas de plantas y flores. Nos fuimos descubriendo, con mates y partidos de rummy, en esas siestas frías de invierno, o cálidas de verano. Así, fueron surgiendo recuerdos de nuestra niñez. Había parecidos en los relatos, ya que los dos vivíamos en un pueblo con mucha libertad.
Claro que su “pueblo campo” fue creciendo y hoy lo llaman Guadalupe. Allí convivían seres de diversa idiosincrasia. Las personas andaban descalzas, con pantalones cortos, sombreros, vestidos frescos y delantales para las tareas domésticas y el jardín.
Cuando Rosalía era pequeña, este lugar tenía pocas casas y muchas quintas, calles de tierra y casi no había negocios, pero existía un gran comunicador con otros mercados y con los parientes, cercanos y no tanto, también con los amigos. Este comunicador era el tren.
Con su pesada marcha, llevaba las familias de un pueblo a otro, a maestros y estudiantes, y transportaba muchos vagones llenos de pesadas cargas, aliviando a las rutas de camiones.
Cuando se oía el pitido del tren, Rosi, su mamá y su hermano salían rápido a la Estación Guadalupe. Esto ocurría una vez por semana, junto con otras familias que iban a Gallardo a comprar carne y leche, ya que allí era más barato y de esa forma aliviaban la economía familiar. Ella -entre juegos con los chicos, en este bello paseo -se ponía contenta cuando su mamá le daba algún paquete para transportar o un tachito de leche.
Muchas veces se bajaban en las quintas de los tíos, los primos aplaudían porque se armaba un lindo juego con muchos chicos.
El papá de Rosalía, tenía una quinta muy variada y flores de todo tipo, que vendía a los vecinos para llevar al cementerio o adornar sus salas. También frutos, naranjas, ciruelas. Hasta hace poco tiempo, los últimos ciruelos, nos regalaron este fruto riquísimo, antes de secarse.
Las gallinas ponían los huevos por todos los cultivos y entre las flores y al llamado de la mamá, con una canastita, recorrían minuciosamente todo el terreno juntándolos.
Cierta vez, el grito de horror mezclado con llanto y miedo llamó la atención del papá y su hermano. Escondida entre las espinacas rastreras, había una boa comiendo un sapo escuerzo. Tal revuelo convocó a los pocos vecinos que se dieron maña para embolsar la víbora y regresarla a la laguna, que estaba a una cuadra de la vivienda, en medio de la inundación.
Las vías del tren, además de ser un juego de equilibrio, de saltos entre los durmientes, albergaba el manjar de los conejos, los hinojos. Por las tardecitas, se veía a los padres y los chicos con bolsas y machetes, juntando alimento para los conejos que vendían en las ferias.
Muchas historias nos ha dejado en su andar el tren. Que siga andando para permitir movernos, viajar, e imaginar historias en cada paraje que atraviesa.