Personería Jurídica Nº 790/11
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La banda de los pájaros muertos
Juan Manuel Adur
Nunca se supo lo ocurrido, desaparecieron entre los granos de arena, la playa, el fango, el follaje de los árboles, la superficie de la bóveda celeste, mudos testigos del suceso. Cruzaron la baranda de la costanera, refugiándose en tupidos arbustos y espinillos. La razón de los siete, libar cervezas heladas, compradas en la Avenida, anexar porros, algunas pastillas, contando con la ventaja del papá de Fabián, farmacéutico. Acribillados por pérfidos mosquitos, la noche de enero escupía besos de fuego. Nada importaba, sentían porque experimentaban flotar, gritar, flashear. Muertos vivos.
Oblicuas las cintas de la luna. Satinados sus cuerpos. Fantasmagóricas sombras los rodeaban. Pájaros de la nada, revoloteaban el agua. El chistido de la filósofa lechuza imponía silencio.
El hijo del boticario era caudillo de la formación, abastecía pastillas. Esgrimía ascendencia sobre los otros. Delgado, piel amarilla, nunca sol, emprendiendo calvicie. “El cantante”.-
Ernesto, continuamente enervado, eléctrico. Sueño enfermizo por migrar del país terminado su carrera. Longilinea figura. La cabeza, filigranas color cobrizo. “Primera guitarra eléctrica furiosa”.-
Martin, roca, en cuerpo y lenguaje, pocas palabras, comúnmente precisas, gélida mirada, ponzoña escalofriante. Horas de gimnasio. “El baterista”.-
Pablo, rigurosa su estampa, cabello estrictamente corto, herencia del padre, militar en actividad. Disciplinado, estoico, conductas inamovibles, salvo excepciones. Ropa de caras marcas. “Los teclados”.-
Roberto, el “gordo Beto”, desmesuradas anécdotas. Gran amiguero. Socarrón, irónico sin límites. Incluido él. Fino humor, desaliñado, amplios bigotes tachonaban una cara regordeta. “Guitarra acústica”.
Lautaro, pelilargo, fisonomía hippie, de los ’60, ‘70. Melómano. La enorme colección de música, era el tesoro más preciado, envidiado. Ostensible desgarbo. Ropas multicolor. ”El saxofonista”.-
Francisco, “Pancho”, único atleta del grupo. De niño, iniciativa del padre deportista, ingresó al básquet. Su físico lo ayudo, trepó en altura, bordeando los dos metros. Con orgullo, decía, militar el deporte familiar (madre basquetbolista). “El bajista”.-
Aglutinados desde pequeños, por el colegio donde concurrieron. Finalizado el secundario, directo a la universidad en diversas carreras. Se amalgamaron en la música, arrancando a los 15- 16 años-. Nació una comunión, una amarra en la ejecución de instrumentos y entrelazadas voces. Comenzaron en los altos de la casa de Lautaro, rodeados por casetes, magazines, CD, vinilos. Los dos primeros, colección de sus padres, el resto, cosecha propia.
Repetidas tardes, atravesados por las melodías y mucha, mucha música, nació la banda. La discusión por el estilo a seguir, entre porro y porro, parió metálica, rock, blues. Diálogos, extrañas palabras, buceando la historia del rock, bautizaron al grupo “La banda de los pájaros”, guiño-homenaje para Charly. Empezaron ante familiares, amigos, algunos pubs y shows. Fueron creciendo, drogas de por medio, típico del ambiente. Noches de vuelos, en mundos inalcanzables. La imaginería del rock, dice “cielos con diamantes”.
Noche espectral, acostumbrado refugio, anillando la hoguera. La “hermandad” en espiral estimulante. La medianoche, los acarició en leve brisa, que mutó en desenfrenada sudestada. Rampaban fogonazos en cielos enojados, trazas perpendiculares de rayos. Apagaban voces, desmesurados truenos. Furiosas ráfagas desatadas. Violentos ramalazos, levantaron a los contertulios, en vuelo fantasmagórico, dentro de un vórtice caliginoso. Dieron vueltas, en espasmódicos círculos, alcanzando desmesuradas velocidades.
Una risa sardónica saturó el espacio: ruidosos aleteos de lata, rebotaban en las nubes. Ni los inmersos en este relato, tampoco los lectores y hasta el que dirige estas palabras, se han explicado estos acaeceres.
El club más viejo de la costa, tradicional, conservador a rabiar, que engendró, encumbrados remeros, erigía su cara al cercano espigón. Canchas de tenis, paddle, futbol, con altas redes, atrapando inquietas pelotas. Ellos ya no tenían conciencia. Divagaban en un manto turbulento, sin saber que mutaban en otro ser; especies aladas, cubiertas de plumas. La proa en aguja, rompiendo imaginarias fronteras.
Don Ramón empezó esa mañana su rutina. Revisó los baños, el patio, los galpones de los kayaks, el de las piraguas y el de las lanchas. Bordeó las canchas. Masculló, todo en orden, hasta ver la malla del futbol 5, con varios agujeros, que llamaron su atención. Circunvaló la misma, corrió la traba de hierro y transpuso una puerta. Le pareció divisar al pie de la empalizada, unas manchas, como de lunares azabache. En pasos morosos, fangoso de miedo, se acercó, pudiendo ver, conos puntiagudos, vestigios de naufragio. Posiblemente, causa de las roturas en la red, yacientes en el piso del rectángulo. El hombre atravesado de la más pura incógnita demudó su semblante. Sus pupilas en franca dilatación, descubrieron cabezas de aves, separadas de los cuerpos. Múltiples chispas de sangre, picaban la escena. Ojos vidriosos de color carmesí, reflejaban voces ahogadas.
Cuando el sol se puso vertical, la costa era un verdadero hormiguero: familiares, policías, prefectos, buzos, perros, embarcaciones, más los curiosos de siempre, buscando con precisión y esmero.
Mancomunadas las familias y conociendo las reuniones de sus hijos, trepidaron en masa hasta la costa. Junto a las autoridades, buscaron y rebuscaron hasta el agotamiento, sin un rastro de los queridos.
En un suspiro pasó la noche, fugaz duermevela desesperada. El brillo de la mañana los sorprendió abotagados. Al corazón de la agrupación, le fulguró la mecha, encendida un poco más de la medianía de la jornada, cuando crecia la angustia, pues nadie volvió a su casa. El encargado del club, se acercó a la nube de angustia, ofreciéndose para lo que fuera necesario, atento a su descubrimiento. La mayoría no prestó atención, solo un par de matrimonios, reparó en sus dichos. Ante abiertos oídos, el hombre desgranó su historia. Con toscas palabras hilvanó frases, exponiendo un extraño acontecimiento, que alteró su cotidianeidad. Comentó el cuadro espectral, que impactó su existencia, por lo avistado en el suelo de la cancha. Lo siguieron, en rebaño, hasta el lugar descripto. Todos perplejos en desorbitadas miradas; hubo muecas de dolor, incomprensión. El ambiente destilaba olor a muerte. Una madre - instinto femenino- sexto sentido, entre sollozos dijo: son siete, es nuestro querido septeto, nuestra amada banda de los pájaros, y otro, con gesto adusto, agregó: muertos. No había duda, esos seres diminutos en forma de pequeñas flechas, cuerpos separados, vestidos de plumas, diseminadas, sobre el piso verde, era “LA BANDA DE LOS PÁJAROS MUERTOS”.