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Entre vías emprendo el viaje

Mirian Stivala
A tu memoria, Roque A. Stivala

Bajo del colectivo en Retiro. Poca distancia tengo que recorrer para ir a tomar el tren que me lleva de César y Ceci- mi hijo y su pareja- que viven en Villa Ballester.

Subo. El solo hecho de sentir el arranque, el comenzar a andar por las vías, el sonido que empiezo a escuchar, el avanzar lento, primero, todo es suficiente para que otro plano

emerja, desordenado. No son los mismos trenes. No interesa compararlos. Aparece mi sonrisa de niña con mis padres yendo desde Santa Fe a Rosario en esos vagones de madera, oscuros por la noche, que se desplazaban lentos, se movían de un lado a otro, y que demoraban cuatro horas en llegar para enganchar el otro tren que nos llevaba de los primos porteños. Ese último era rápido. Creo que las distancias no importan si uno va de la mano de los seres queridos a encontrarse con otros que son familia. Era nuestro transporte y con pasaje gratis por ser familia ferroviaria. El tren para en 3 de febrero y vuelve a marchar; con él, mis pensamientos. Mi padre se levantaba a las 5 de la mañana. Escuché desde pequeña y desde mi cama, el

ritual de colocar el agua para el mate, -siempre se le caía la tapa de la pava- y los retos de mamá porque hacía mucho ruido desde temprano: el correr la silla y desayunar -el pan presente- la radio, también- para luego, irse en bicicleta a trabajar a su amado Ferrocarril de calle Salvador del Carril, en Santa Fe. Entraba a las 6 hasta las 14 horas. Tren y bicicleta fueron sus transportes preferidos. Siempre con una sonrisa emprendía el viaje en bici que le llevaba más de media hora, por las distancias. Nunca lo escuché quejarse por ir a trabajar. Sí, un discurso agradecido por ese lugar que lo acogió de muy

adolescente y que él convirtió en otro hogar. Pertenecía al Ferrocarril Belgrano “a mucha honra”. Y era carpintero dentro y fuera del Ferrocarril. A veces, sus jefes lo destinaban a realizar trabajos a Tostado, lugar que no le gustaba.

Debía quedarse por dos o tres meses fuera de casa. 

Muchos años trabajó en los talleres de Laguna Paiva. Don Roque Stivala, mi padre, iba en bicicleta hasta la Estación Belgrano. Allí la dejaba y tomaba el tren. Y regresaba en el día.

Yo, también, en mis épocas de estudiante universitaria tomaba el tren y hacía el mismo recorrido para ir a estudiar de una compañera en Paiva. El tren para en Miguelete… Baja poca gente, no sube ninguna y sigue su marcha…

El trabajar en el Ferrocarril le aportaba los beneficios de la mutual como la colonia de Vacaciones en Alta Gracia, Córdoba, un lugar hermoso que recuerdo con mucho cariño. Podíamos pedir el hotel o las casitas distribuidas en las sierras. Mis padres eligieron estas últimas. Caminatas y charlas con otras familias ferroviarias vienen a mi mente. Mi madre

me contó que a esa colonia fueron de luna de miel, también allá por el 62.

 

Otra parada. Y los sonidos evocan otros tiempos. Este tren también me trae la alegría del encuentro. (Voy hacia mi hijo como en otros años, iba a Ballester, a visitar en tren al tío Mario, hermano de mi abuelo, de la mano de mis padres). Qué loco como lo circular invade y yo me veo en ambos planos.

En aquel tren de ritmo lento, de Santa Fe a Rosario y luego a Capital, las familias se unían y viajar era toda una aventura, donde los pequeños de esa época corríamos por los vagones, los padres charlaban, la tierra invadía y el calor también. No importaba. Nos conformábamos con el privilegio de ser del “equipo ferroviario” y seguro en ese momento no estábamos tan contaminados por tanto avance y con tanta indiferencia a la hora de desplazarnos. Mi padre consideraba al tren como el gran progreso para el país. Qué orgullo y sentido de pertenencia tenía. Estoy a una parada de Ballester y comienzo lentamente a cerrar mi viaje mental, emocional que comenzó al tomarlo en Retiro.

Uno lleva a las personas en su interior una vez que parten. También ocurre que hay algo exterior que las recuerda. En mi caso, son muchas cosas. Pero hay una, intencional, a la que le pongo fuerza. Mientras haya tren a Ballester jamás tomaré un colectivo. Necesito de ese ritual, de ese cápsula que rompe el tiempo y el espacio, que me conecta con la niña, con la

infancia y con la alegría. Que me lleva o me trae a mi padre, con sus manos ásperas de trabajar la madera, con su amor al ferrocarril que supo transmitirnos. Olor a madera y a tierra que necesito respirar de vez en cuando para seguir adelante.

Muchas personas eligen lo rápido para llegar pronto. Yo empecé, hace unos años, a andar pausada por la vida, a ser militante de lo lento, del detalle, lo sencillo. Será por eso que elijo el tren: por decisión y homenaje.

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