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El día de la virgen

Ana María Paris

Todos los años, mi hermano y yo, participábamos de la procesión desde la Iglesia de las Adoratrices hasta la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe. Durante el largo camino en medio de gente desconocida de otros barrios y de pueblos vecinos, rezábamos y cantábamos,  hasta llegar al ansiado destino.

Eso me trae el recuerdo de  mi propia imagen de jovencita y también de adolescente.

Pero mejor, retrocedo a un tiempo más lindo, el de mi infancia, donde  disfrutaba el encuentro familiar en la casa del Tío Gaspar, hermano de mi madre, frente al Club de Teléfonos.

Allí iban apareciendo los otros tíos, sus esposas, mis primos. Todos se ubicaban alrededor de un tablón largo y al  llegar el mediodía se servían las ricas empanadas que el dueño de casa y su esposa  preparaban. No eran del tamaño de las actuales, eran más grandes y tenían un relleno que incluía pasas de uva, ciruelas, aceitunas. Me parece que las cocinaban en un  horno de barro. Luego se servía el clásico asado, con variadas achuras, regado por vino tinto.

 El obligado fondo musical, era difundido por altoparlante a todo volumen, con los cánticos y rezos de los distintos grupos que concurrían a alguna de las tantas misas que se hacían en la Basílica.

Apenas  terminábamos  de comer, los chicos  tratábamos de escaparnos rumbo a la playa. En aquel entonces, la arena era muy finita y cubría grandes extensiones donde podíamos correr  y jugar a los gritos. Pero en el camino, robábamos pisingallos y frutos de mburucuyá de las enredaderas trepadas en los alambrados. Se salvaban las campanillas azules del frente de algunas casas.

Lo que prevalecía en el grupo de primos,era la sensación de desafío y aventura al bajar los escalones donde terminaba la calle, en esa época de tierra, por  tocar la arena de la inmensa playa.En su mayoría éramos niños de ciudad, con un patio o una plaza como único lugar para desplazarnos. Por eso, cuando llegaba el día de la Fiesta de la Virgen nos sentíamos en otra dimensión, ya que podíamos movernos y respirar con mayor libertad, inventando caminos, canales y huellas de animales imaginarios, pateando cascotes o troncos abandonados, mirando cómo se deslizaban los camalotes en el agua.

 Generalmente, cuando volvíamos a la casa del tío, después de disfrutar un largo rato,  recibíamos algún comentario por parte de los mayores que sólo pensaban en el peligro que podía haber en esos lugares solitarios.

Nunca nos pasó nada, porque allí estábamos rodeados sólo de naturaleza, lo más feo tal vez era el olor de algún pescado tirado en la orilla de la laguna. Pero ese olor y el color del agua un poco turbia, ya eran más que conocidos por todos y nadie se atrevía a meterse en la laguna.

Para nosotros, el festejo consistía en vivir ese tiempo que se repetía año tras año, junto a los otros chicos, mientras que para los mayores era la oportunidad para  acercarse a la Iglesia a rezar y hacerle algún pedido o promesa a la Virgen, con la gran esperanza de que, a través de las oraciones y de la infinita  bondad de ella, se cumpliera  todo lo que se le pedía.

Mayormente, eran las mujeres las que acudían a  la Basílica. Luego, daban una vuelta por la calle central a ver pasar la gente o a comprar algún recuerdo del festejo, o algo dulce que se ofrecía como postre o simplemente para saciar el apetito de los feligreses que habían gastado sus energías en la larga caminata. Los hombres de la familia quedaban en el patio charlando entre ellos y tomando mate bajo la sombra de los sauces.

Pero de verdad ¿la arena era más finita en ese entonces?

No, sólo en el territorio de recuerdos de esa etapa sin preocupaciones, ni grandes urgencias, quedó grabada la sensación de levedad que se percibía mientras se deslizaba entre los dedos y también del calor que sentían los pies cuando se hundían hasta desaparecer de la superficie. Y a veces, sucedía que alguien, sin medir las consecuencias, la arrojaba al aire, transformando algún rostro cercano en una máscara obligada a cerrar sus párpados con enojo, lo que daba lugar a batallas que, por supuesto, interrumpían la paz del momento.

Al final de la tarde, los primos terminábamos sucios, cubiertos de tierra y arena pero contentos y exhaustos, deseando que no llegara el momento de regresar a casa y, como la mayoría viajábamos en ómnibus o tranvía, al ratito de subir, nos quedábamos dormidos en el asiento  con la cabeza apoyada sobre el brazo de mamá o de papá.

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