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De trenes y linaje

Fotografías y texto de Elvira Part

 Estar aquí, en la estación, siempre me produce sentimientos encontrados. Entre alegrías y tristezas, como la vida misma, aquí el relato.    

 Mi abuelo José, oriundo de otra provincia,  había venido en tren, al barrio conocido con el nombre de villa Guadalupe, el objetivo, trabajar en las quintas. Todos los días iba alimentando el sueño de tener la propia y poder construir su casa.

 Celina, mi abuela, nacida y criada en el sur de la ciudad, transcurría sus días bordando, cosiendo, cocinando, es decir practicando las tareas de ama de casa, ya que las mujeres, en aquellos tiempos, debían casarse o ser solteras y “vestir santos”.

 Era algo clásico de los domingos, pasear por el parque Oroño, que estaba al final del paseo Bulevar Gálvez. José ya la había mirado en varias oportunidades, hasta que un día encontró el coraje necesario para acercarse a conversar. Para Celina, fue amor a primera vista.

 Después de un breve y formal noviazgo, se casaron en una iglesia del centro, aunque mi abuelo hubiera deseado que fuera en Guadalupe.

 Cuando mi abuelo logró terminar la casa, le avisó a mi abuela que se encontrarían en la estación de trenes. Ella llegó con su valija cargada de amor y sueños.

Aquí nació Clara, mi madre, entre las calles de arena, la iglesia de Guadalupe, la estación de trenes, las quintas y la laguna Setúbal.

 Los tiempos fueron cambiando, el barrio se fue poblando, las casas ocuparon el lugar de las quintas, el trabajo fue mermando.

 Mi abuelo, aún con fuerza para el trabajo, de un día para el otro decidió buscar nuevos rumbos, iría para el norte hasta donde lo llevara el tren. En silencio, Celina lo ayudó a preparar la valija. Se fueron tomados de la mano a la estación, él le prometió enviarle dinero y ella que esperaría el día en que vendría a buscarlas.

 Todos los lunes Celina y Clara iban a ir al encuentro del tren del norte. Hasta que un día dejaron de esperar.

 Mi abuela, mujer decidida si las hay, hacía tiempo trabajaba de lavandera y planchadora para las vecinas del barrio. Aún recuerdo con qué dedicación marcaba la raya de los pantalones y perdura, también, el aroma de los cuellos almidonados de las camisas.

 Mi madre estudió como alumna medio pupila, en el colegio de las hermanas franciscanas, que se habían asentado en la zona. Al terminar la primaria, una enfermedad en las manos de mi abuela impidió que siguiera estudiando. Ahora, sería Clara quien se ocuparía del oficio aprendido desde pequeña.

 Una tarde de otoño en que mi madre, a escondidas, andaba por la estación con la esperanza de reencontrarse con su padre, observó la llegada de  una cuadrilla de trabajadores del ferrocarril, que venían para ampliar la red en la zona. Entrecruzó miradas especiales con uno de ellos. Fue amor a primera vista.

 El noviazgo duró una estación, se casaron al comienzo de la primavera, de ese amor nací yo.

 Me bautizaron en la iglesia del barrio. Mi madrina fue Blanca, la mejor amiga de mi madre, que ejercía la docencia en una escuela del centro y tenía una biblioteca con miles de libros. Mi padrino fue Francisco, un primo de mi madre, ex seminarista, que se había mudado al barrio para tener una nueva vida. Vino con su esposa Alicia y sus dos hijos. Enfermero de profesión.

Una mañana de frío invierno, mi padre anunció que lo trasladaban al norte. En silencio mi madre lo ayudo a preparar su valija y con lágrimas en los ojos nos despedimos con la esperanza de volver a juntarnos.

 Llegaban cartas con muchas promesas, pero sin reencuentro.

 Los domingos, vestidas como de fiesta, íbamos con mi madre a esperar el tren de las cinco de la tarde. Hasta que un domingo, ella dejó de buscar los vestidos bonitos.

 Fui creciendo como mi madre, entre la iglesia de Guadalupe, el colegio, la estación de trenes y la laguna Setúbal y los nuevos vecinos que seguían llegando y de las quintas sólo había recuerdos.

Mis mejores amigos, mis primos, siempre listos para emprender aventuras. A la hora de la siesta, cuando las chicharras se adueñaban del silencio, nos escapábamos a la estación, arrancábamos las flores violetas de las enredaderas que crecían al costado de las vías, para armar coronas y pulseras, otras veces, jugábamos a las escondidas. Hasta que un día, subidos a un vagón abandonado, sentimos que se movía. Fue enganchado por una locomotora, tuvimos que saltar a la cuenta de tres, los tres. No volvimos a jugar a las escondidas.

 También en las tardes de mucho calor, buscábamos los pisingallos que crecían en el tejido que rodeaba la  casa de mi madrina, eran dulces y jugosos. Nos estaba prohibido, ella decía que ese lugar lo usaban de baño los perros y gatos del barrio. En el colegio, tuve pocas amigas que aún conservo, pero sus juegos no eran tan divertidos como los de mis primos.

Algo muy adentro de mí se iba gestando y me hacía sentir diferente a las mujeres de mi entorno.

Mi primer paso hacia la libertad, fue plantearle a mi madre que quería ser maestra y que para ello tenía que estudiar en una escuela mixta del centro. Al tiempo me cambió de escuela. Ahí me di cuenta, de que comenzaba a escribir mi propia historia. Esa que habla de soltar todo lo heredado de mi linaje, para abrirme a nuevas oportunidades, porque para mí la felicidad es elegir qué decido cargar en mi valija.  

 Me recibí de maestra. Decidí quedarme en las proximidades del barrio, cerca de la vieja estación. Comencé a trabajar y pude alquilar una casa pequeña del otro lado de la vía.

 Domingo de por medio, me instalo en la estación con la valija de Celina, llena de libros, y espero la llegada de los vecinos que se acercan a pasar una tarde de lecturas compartidas. Mientras espero,
termino de escribir el agradecimiento, en el borrador de mi primer libro y dice así:

  “Recibo de Celina y Clara y mis ancestras todo lo heredado, les agradezco, les pido permiso para soltarlo todo  y continuar tejiendo la trama de mi propio destino”.

Elvira agradece especialmente la colaboración de Maria Rosa Ricotti (modelo en sus fotografías) y de

Elena Gabriela Hilbert y su esposo Guillermo Hintermeister , quienes facilitaron la hermosa valija antigua.

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