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Una Estación con Molinos

Cristina Guadalupe Marchesan

La estación de la gran ciudad era un hormiguero en movimiento. Andrés llegó atravesando caminos montañosos y llanos, un interminable mar con olas pequeñas, tormentas, lluvias,

soles, rodeado de gentes y sonidos, gritos de niños, rumores, gemidos, suspiros. Llegó a la gran ciudad, y encontró muchedumbres de lenguajes incomprensibles. Todo eso lo soportó

estoicamente mudo.

Se colocó en fila para subir al tren detrás de un hombre con sombrero elegante que portaba dos grandes valijas, gordas, a punto de estallar. El pequeño hombre rojo se volvió y le ofreció la mano:

Buen día, soy Froilán y voy a Selva.. me dicen Turco– se presentó sonriendo.

Andrés dudó pero decidió responder con un apretón– Soy Andrés.

-Andrés, ahhhh! Italiano…. – vociferó Froilán – seguro que va al campo. Conozco tantos que van….- el silbato del tren cubrió las palabras- Selva está… puffff … en Santiago del Estero, al final del camino.

Andrés supo que no iba a poder sacarse de encima a aquel hombre, y se resignó.

El tren resoplaba como los toros en la planta baja de la casa en los amaneceres del invierno blanco de nieve. Se impacientan esperando la salida, imaginando el momento en el que la nieve se derrite y se puede salir a chapotear el barro y montar vacas, mientras la familia

duerme en la planta alta y a través de los intersticios del piso suben los calores y los olores del invierno.

La voz de Froilán vuelve como desde un túnel - … y sí, ahora vamos al norte, muy al norte.

– Yo no voy a ir allí, voy a trabajar en huertas.

¿Huertas? Esas están alrededor de las ciudades. – respondió Froilán sorprendido- ¿Y qué harás allí? ¿Cosechar? No vas a trabajar de cosechero, se gana muy poco. Mira, yo vendo telas, ropas, lanas, agujas. Salgo por los caminos, recorro ciudades y vendo. Eso deja plata, buena plata, dinero-.

Se estiró, abrió una valija y mostró algunas telas que llevaba. Unas señoras ubicadas en el asiento de enfrente murmuraron. Andrés tocó las telas, eran suaves y tenían aroma a jazmín.

- No Turco, yo trabajo metales-

¿Metales? - Froilán se rascó la cabeza.

-Metal de molinos, para juntar agua y llenar tanques en las huertas.

Pasaron ante la vista de Andrés siglos de padres y tíos y abuelos que forjaban, doblaban, martillaban metales, molinos, tanques, guadañas, cuchillos, espadas, escudos, corazas y tanques circulares, el invento llegado de Australia.

Sí, en mi familia somos hombres de metal – dijo.

De grueso metal eran también los cañones en la cima de las montañas empinadas, en las que los soldados esperaban al hombrecito que escalaba, trepando la roca helada, llevando consigo los bolsos con las piezas.  Dieciocho años y subiendo a una cima helada para la batalla que se avecina. Sonidos que se acercan. Y voces de soldados:- rápido Andrés que vienen, …… más

rápido…

Y después las explosiones de los cañones, y el ruido seco de los disparos. Los soldados gritan a lo lejos… -vámonos, nos vamos ya, rápido Andrés… pero hay que sacar los resortes de los cañones para que no puedan usarse.

-Falta uno más, un resorte más y voy…-

Y luego, silencio, oscuridad… silencio.

Algunas palabras escapan.

–Turco, fui a la guerra y cuando volví mi novia se había casado porque le dijeron que yo había muerto. Ni mi madre ni mi casa existían más.

Pero la garganta vuelve a quebrarse y otras palabras se tragan.

- Y cuando volví mi padre borracho y roto de dolor me tiró con piedras para echarme…. y yo estaba muerto, estuve muerto durante semanas… abrí los ojos en aquella tienda sucia y le pregunté a la monja qué hora era… me dijo las 7 y salió corriendo.

Noche de estaciones, de gente que baja. ¿Adónde va tanta gente? Carros que esperan y los caminos se pierden en los sembrados oscuros.

El Turco despierta y el sol está alto, saca algunos panes para comer con rodajas de salame.

Andrés encuentra algunos trozos de pan viejo.

- Usted Turco, en Santiago, o en Turquía, come polenta con pajaritos? Polenta…– señala por la ventana las infinitas extensiones de maíces con sus hojas brillando bajo el sol.

-Sí, polenta. La comemos. Pero no con pajaritos- ríe Froilán, su risa es contagiosa.

Andrés sonríe –En Turquía no hay nieve. Si hubiera nieve saldría con algunas semillas en la mano, haría un hueco, pondría una trampera y cuando baje el pajarito…. Zas!

-¿Y eso come tu familia? – se sorprendió Froilán

- Si, cuando hay nieve, las vacas comen pasto y grano y nosotros polenta con pajaritos. Los hermanos salimos a buscar pajaritos y las hermanas hacen una olla de polenta. Hace frío y duelen mucho los pies. Después adentro hay calor, y fiesta y cantamos. – se escapa una

sonrisa.

El tren frena en una estación, una más. Pero algo llama su atención: por la ventana se ve el andén colmado de canastas sobre mesas, con tanta variedad de colores: anaranjado de zanahorias, violeta oscuro de berenjenas, amarillento de calabazas… en otro rincón se agrupan

los verdes: el brillante de la lechuga, el oscuro de la achicoria, más oscuro aún de acelga y algunas canastas con huevos de gallina. El esplendor de colores exalta los ojos.

Andrés asoma la cabeza por la ventanilla y alcanza a ver a lo lejos, las paletas de los molinos, girando y girando. La brisa húmeda y los bullicios de la feria. Justo al lado de la estación.

Da un salto y corre hacia la escalerilla de salida, desde abajo le hace un gesto de adiós a Froilán que lo saluda con sonrisa y asombro.

Un enorme cartel de metal negro con letras amarillas preside la estación de tren, vecina de la feria de verduras: la Estación de los Molinos lee Andrés. Pero no, vuelve a mirar y aparece su verdadero nombre, se llama Estación Guadalupe.

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