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El tren local

Luis Ángel Negri  "Bambino"

Aquel terraplén para construir futuro.

​

 Santa Fe. Corrían los años ‘70. El tiempo volaba. Debía llegar a tiempo a la Estación Central Belgrano para tomar el tren local a Laguna Paiva. Una decisión con valor: “¡había que correrlo”!, así también era la vida del estudiante: entre libros, el dinero justo, horarios y hasta calcular muy bien el tren que Agnese, mi “casi novia”, tomaba en la estación Guadalupe cuando viajaba a la facultad.

 Entré al hall de la Estación Belgrano. Sonó la campana ordenando la salida del tren.    Corrí. Miré la aguja del enorme reloj circular, allá arriba, de cara a los andenes, la cual le indicaba al guarda la hora de partida, el cual miraba con toda atención. Aceleré la carrera. El guarda me vio y hasta pareció entender mi: “¡esperá!” Entonces, demoró en llevar el silbato a su boca. El maquinista miraba atento esperando la orden, pero el pañuelo verde no se levantaba en señal de salida. No era nada más que comprender la situación y permitirme tomar el tren.

Subí los tres escalones del vagón. Abrí la puerta y entré. La cerré detrás de mí, asegurándola. Viajaban pocas personas. Era un coche de “segunda”, con asientos de madera. ¿Qué más daba si había logrado tomar el tren para volver a casa?

 Caminé por los pasillos, hasta el coche de la mitad de la formación. Me senté contra la ventanilla de vidrio. Un boleto de cartón, doblado a manera de cuña, la aprisionaba para que no vibre y la persiana quedara trabada con sus dos “mariposas”. Puse mi bolso y las carpetas a la altura de mi cabeza, en el largo portaequipajes.

Entró el guarda, dijo: -¡boletos, pases y abonos!

-Pase, le respondí, mostrándole el pase-carnet ferroviario.

El tren dio una suave sacudida, para poner en giro las ruedas de acero sobre los rieles y así iniciar el viaje de ruidos ferrocarrileros, escuchados como la música que solo un ferroviario siente, como una cadenciosa sinfonía de orgullo, placer y goce.

Sentado en dirección de la máquina, miraba como dejábamos la ciudad entre cruces de vías, señales, cabinas, cambios de vías y la “boca grande” de la Estación Belgrano. Arcadas que se achicaban poco a poco.

El tren aminoró la marcha, para detenerse en la primera parada: Km 4. Subieron los chicos de la “Avellaneda” al coche donde también viajaban el grupo de otros amigos que, entre bromas y risas, se hacían oír. Al poco tiempo otra parada: el Km 5. Estación Guadalupe. Miré a los pasajeros por subir. Había chicas, pero ella no estaba, no había venido. ¿Habrá perdido el tren?, me pregunté.

Siguió el viaje. Sin querer comencé a sumergirme en un letargo de marcada somnolencia, mientras se detenía en el Km 9. Miré por la ventanilla. El paisaje que se dejaba ver, se iba acelerando poco a poco, ante una lenta transmutación de ciudad a campo, como una acuarela impredecible.

 Sólo el cielo quedaba inmóvil, como yo en mi asiento. En viaje, todo se transformaba en un paisaje circular infinito, que nos regalaba el andar del tren. Hacía que todo girara, como una gran calesita viviente, mostrando campo, vacas y postes de telégrafo.

Estación Ángel Gallado y apeadero Pompeya del Km 13. Pasos a niveles rurales, rodeados por un juego de tonalidades verdes de los cultivos de las quintas, a un lado y otro de las vías.

Pensé en cambiarme de vagón, pero el esfuerzo por alcanzarlo me había agotado y quería reponerme. Ella no subió y tampoco me cambié de lugar. La extrañé.

Me invadía el sopor con la cabeza apoyada en el marco de la ventanilla. Todo mi cuerpo se acomodó al asiento de fuertes maderas paralelas, curvadas, color marrón, en el intento de ofrecer esa comodidad que se espera y no llega. Los acompasados golpes de las ruedas sobre las vías y los coches bamboleándose un poco, hacían su parte. Pensaba en los obreros ferroviarios que llenaban “el local” cada día. Era el tren obrero, con perfume de jabón Palmolive y la necesidad de un sueño incómodo que el cansancio les provocaba.

Estación Monte Vera. Poblado progresista de quintas y de afianzada vida pueblerina. Pasajeros que suben y bajan más que en otra estación.

Nuevamente el silbato del Guarda dando la partida. Sumido en mis pensamientos, el tren siguió adentrándose en el horizonte, rumbo a Paiva. Muy lentamente, pasa sin parar en el apeadero Setúbal del Km 18, en busca de la estación Ascochingas. Un solo pasajero desciende y el guarda que pasa y dice: -próxima parada el 29, apeadero Yamandú y Arroyo Aguiar.

Evocaba el sacrificio de mis padres por hacerme estudiar. Era aquello todo un reto de la vida, que empezaba a ver más claramente, en ese tránsito adolescencia-juventud, el aprendizaje de la vida de ciudad y en decenas de viajes en tren de Laguna Paiva a Santa Fe. Seguí pensativo. De repente, me sobresaltó el suave golpe del metal, que dio el guarda en el respaldo del asiento, con la pinza manual para picar boletos. Otra vez el característico sacudón de la máquina, para el último arranque del viaje en sus minutos finales. 

De inmediato la voz del hombre de uniforme gris y su característica gorra, que decía:

   -¡Última parada: Constituyentes y Laguna Paiva!

Estaba entumecido. Disimuladamente extendí mi cuerpo, inspiré profundo, me paré, busqué mis cosas en el portaequipaje. Solo me quedaba esperar la entrada del tren a la estación, bajar al andén y emprender el camino de regreso a casa.

El tren local a Santa Fe de otros tiempos fue el micromundo de los pasajeros. Una manera de decir, simbólicamente: “¡Era el tren que había que tomar!”. Dejarlo pasar, tal vez podría lograr que nos quedáramos mirando las dos venas de acero que se perdían en el horizonte, sin nada, asentadas en un terraplén de sueños que no llegarían. Tal vez, pensando en lo que podríamos haber llegado a ser. Pero el tren había pasado. Las oportunidades dependían de nosotros.

 Caminé rumbo a casa, pensándola a ella en Guadalupe.

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