Personería Jurídica Nº 790/11
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De Guadalupe y ferroviario
Luis Ángel Negri (Bambino)
Decidí descansar. Sentado en el viejo andén de la estación Guadalupe, con los pies sobre uno de los rieles, miraba cómo se iban juntando las dos barras de acero, paralelas, perdiéndose en el horizonte, hacia el norte. Recordé tantos años de viajes por esas vías en el “tren obrero”, rumbo al trabajo en los talleres ferroviarios de Laguna Paiva. Estaba seguro de que no había temblores en ella que anunciaran la proximidad de un tren.
Por momentos la nostalgia, a veces, pone cara de desesperanza porque la añoranza se hizo parte. Sólo bastaba cerrar los ojos, sentir la caricia del sol, decenas de imágenes, sonidos, saludos y esa particular sensación agridulce que da la ausencia de los tiempos que ya no están.
Recuerdo la estación de madrugada, los compañeros de trabajo, la campana, encontrar el lugar de la ventanilla en el vagón, rostros conocidos, viaje donde gana el sueño a la vigilia, como intenta el amanecer perforar la noche, mientras todos íbamos camino al trabajo con sueños y esperanzas.
Retomé mi caminata.
Hoy el jubileo me encuentra contemplando mi antiguo barrio Guadalupe, cerca de la estación, en mis lugares de infancia. Encontrarme una vez más con las calles, el predio del ferrocarril, la impronta de nuestros ruidos y los nuevos sonidos ciudadanos que contienen pero suplantan a los pueblerinos, junto a emociones, amigos, al sentir primero, los vecinos, la gente.
Seguí por la ancha Avenida hasta Padre Genesio, doblé en Piedras para tomar Javier de la Rosa hacia la Basílica. Era mi recorrido habitual por el barrio. Gente que viene y va. De repente, a los pocos metros, un mágico sonido de notas musicales, en aparente desordenada secuencia. Era un toque de distinción a la melodía.
Fueron poquísimos segundos, los suficientes para transportarme nuevamente a mis días de infancia, magia de un instante. Sentí como que, entre un pestañeo y otro, en imaginada metamorfosis, volvía a ser niño.
Entonces recordé que tiempo atrás, una media mañana de un domingo, era hora de levantarse en aquella casa cercana a la estación Guadalupe, de patio grande, con naranjos y una parra que antecedía a la huerta. Mamá tenía siempre una tarea para darnos: limpiar las jaulas, darle agua y comida a los pajaritos que regalaban su canto a la sombra del paraíso del patio, barrer, ordenar. Hasta me parece escucharlos hablar a mis padres, sentir el ruido de puertas que se abren, de la máquina de coser, del traquetear del tren.
Él estaba ahí, con la estridencia del “chiflo”, la “flauta de pan” del afilador que disparaba la urgencia de los recuerdos.
Reminiscencia instantánea de aquellos tiempos. Era como buscar con la mirada a esos seres mitológicos con torso de mujer y cola de pez, pero con un canto que se aferra, narcotiza, seduce y atrapa a quien lo escucha. Pero no. No era la Odisea de Homero ni lo que se cuenta de Ulises. Era el señor afilador con su flauta que atraía, que sorprendía con su llegada al barrio, imprevista y necesaria, que despertaba curiosidad.
Antes, todos, íbamos a ver: Marta con su muñeca rubia, José con su antebrazo tratando de contener el resfrío de su nariz, el “cabezón” espiaba desde el zaguán de su casa con mirada de no entender, doña Teresita con sus tijeras en mano, para volver a darles vida rasgando telas, para después unir urdimbres y tramas. Papá esperando su turno con cuchillos también en mano.
Hoy, “extraño”al afilador peregrino por las calles de Guadalupe. De piernas fuertes para hacer girar el pedal que da movimiento a la piedra y vida a los utensilios.
¡Afiladooooor!! y música de flauta plástica. Canto y melodía de infancia que brota de la esquina frente a la plaza, donde se unen Javier de la Rosa y Antonia Godoy. Se irá desparramando y no dejará de visitar el barrio, del otro lado de las vías hacia el oeste, porque las barreras del paso a nivel no lo impedirán. ¡Afiladooooor!! ¡Afiladoooor!! El presente, la tecnología, el mercado, le hizo “salir la cadena a la bicicleta” y se quedó el oficio en el tiempo, alejándose.
Y vino el siguiente pestañeo que me trajo a la realidad. La tarea del afilador, el sonido inquisidor, maravilloso de la niñez, de esa melodía atrapante que cautiva, se me hizo melodía nostalgiosa.
Me sentí agradecido de ese trabajador que, al girar en una esquina, puso recuerdos frente a mí. Me volvió a las calles con cunetas, al olor de tierra regada, a los juegos en los vagones de la estación, a las calles de tierra, que después de la lluvia, dejaban huellas, como venas abiertas, mostrando el agua caída del cielo, como bendición a los fieles del pueblo guadalupano, en los rieles paralelos y que regaron los campos al cobijo de la Virgen de Guadalupe.
Me detuve un momento. Saludé al señor afilador. Hombre entrado en edad, respetuoso, como buen negociador por su tarea. No rehuyó al diálogo. Oficio duro al fin, como trashumancia artesanal para que el filo corte y el cual la escuela no enseña.
Entonces fue que me preguntó si era del barrio y le dije:
- Si, si. Soy de acá y me detuve porque hace muchísimos años que no veo a una bicicleta-afilador.
- ¡Ah sí, entonces conoce bien el lugar! Algo me hablaron del barrio de la Virgencita. Puede ser un buen lugar para trabajar.
Me despedí. Seguí mi camino. Continué escuchando su flauta, mientras se iba rumbo a las vías. Por eso viejo afilador, yo también siento -y a veces duele- que muchas cosas hayan cambiado. “Es el progreso” decían los abuelos.
¡Ah, el presente histórico! Me decía: Se puede encontrar en las palabras dichas mucho afecto, mucha gratitud, por lo vivido en el barrio Guadalupe, por la ilusión perenne de poder caminarlo, para encontrarnos una vez más con las calles, con el ferrocarril, con la impronta de nuestros ruidos, con las emociones, con los guadalupenses.
Continué caminando. El silencio me siguió hablando.