top of page

Guadalupe 

Mónica Travaglino

 

 

¿Cuáles son los límites del barrio? ¿Algún plano en la oficina de Catastro?

¿Empieza o termina en el amanecer en la laguna? ¿En las vías del tren? 

¿O en las campanadas de la iglesia que se elevan en eco por las casas y los patios? ¿Los que caminan por la playa y la costanera? ¿Los vendedores de churros y panes? ¿La feria?

¿El silencio de los días de semana o la algarabía de los domingos?

Tal vez los límites están en la sonoridad de su nombre.

 Así como una melodía, el paisaje se mueve, es diverso. Y cambia,  como cambian los  colores de la laguna según quiera el sol o lo determinen las nubes.

Conocer Guadalupe es un recorrido de asombros.

Me gusta interpelar el presente de estas calles que transito hace apenas unos pocos años. Me gusta prestarle el oído a los relatos de mi amigo Rubén que sabe mucho del pasado de este lugar. Así reconstruyo las ausencias de los que idearon este rincón de la ciudad. Y voy encontrando los testigos naturales que me hablan sobre las historias de ayer que fueron haciéndose leyendas y quedaron enredadas en los árboles que bordean las calles. 

Son los naranjos, para mí, los que pueden contar. Es en el brillo de las naranjas que descubro el paso de los monjes con sus oraciones cuando esto era solo un gran baldío cubierto de cítricos. Imagino que a campo traviesa susurraban las hojas con el viento, alguna desventura de fe o de vida en la serenidad de lo que entonces era una villa.

Me pregunto qué registro harán hoy esas frutas al sentir el paso de los peregrinos que llegan en busca de mejores destinos o con pedidos de socorros para aliviar la carga de la vida o con el agradecimiento a flor de piel.

En medio de la romería profana que hiere, a veces, y que alegra otras se devela un barrio de muchas voces que no es más que un espejo de lo que somos.

Hay otras peregrinaciones menos festivas. Son las que duran todo el año. Aquellas que culminan en las esquinas y paradas del semáforo. Las que estiran la mano y limpian los parabrisas de los autos. Las que hacen piruetas con sonrisas estampadas pidiendo un poco de lo que les toca en este mundo por distribución arbitraria de la suerte.

Existe un rincón refrescado, ahora, por una moderna fuente.  Reúne a un grupo que cada día desarma un poco algunas trampas del destino. Unas veces alcohol; otras, unas monedas. Un olvido más.

Y al día siguiente la costumbre de deambular por la misma senda, como si se pudiera deshacer la mala racha por el sólo acto de andar o como si se pudiera mostrar a todo el resto que hay otras maneras de ser, de vivir, de inventar una sociedad, y prescindir de lo necesario.

Y mientras tanto las calles se descuelgan con sus nombres de clérigos , obispos y coroneles y le dan camino, también, a todas las clases sociales.

Puedo ver una señal que indica la parada del 7. Ahí está. Alguien la olvidó. No pasa más esa línea. Dicen que una vez un pasajero perdió el colectivo y no llegó a tiempo para encontrarse con su amada. Dicen que el azar provocó la omisión de retirarla para que esa historia vuelva a empezar. Dicen que siempre hay alguien que espera.

Más allá, una vieja y pintoresca estación que amenaza con despertar. En ocasiones, rodeada de libros, canciones y cuentos meciéndose con las palabras que generan siempre la vida y que provocan un nuevo traqueteo de almas pasajeras.

Aun así, el tren sigue marchando con cargas, a fuerza de prepotencia, insistiendo en sobrevivir. A las 3:00 am rasga cada madrugada con su silbato obstinado que dice: -Acá estoy, todavía estoy.

Las azaleas se asoman curiosas tras las rejas, las hortensias explotan redondas en cada jardín, los ceibos se confunden con el rojo del atardecer, se desparrama la sombra generosa del Ibirá Pitá , los lapachos y jacarandás. Todos, crecen con desenfado, disponen el paso del tiempo. Son los dueños de los cambios de estación. 

Y cuando ese arco iris florecido estalla, enero enciende las voces junto a la basílica acercando el cielo a la tierra. Creyentes o no, aquí y allá a lo largo de la plaza. Sin distancias.

Una chacarera se despliega debajo del escenario, una zamba tararea como el viento, los pañuelos bailan, muchos caminan, acomodan sus sillones, los colaboradores de la iglesia recogen las donaciones, los niños juegan entre los vendedores ambulantes, la noche se hace folklore. Los buenos gestos se quedan bajo las estrellas. Sueños. Deseos. Alegrías y risas.

No se extingue la esperanza con facilidad.

Tampoco desaparecen del todo las palabras, los juegos en la plaza y en los clubes, el Memorial de las víctimas de violencia género bajo el amparo de los árboles, las lecturas de la biblioteca, los encuentros de los vecinos.

La memoria y el barrio están en las miradas, en cómo desandamos estas calles y en cómo, cada amanecer, se cruzan nuestros pasos con otros para decirnos buenos días, para comenzar otra vez…

Y mientras sigo caminando, comprendo con certeza, que también aquí, el poeta puede repetir:

“Una red de mirada /mantiene unido al mundo” (Roberto Juarroz)

bottom of page