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Historia de un viejito

Una dama observadora

Recuerdo con cariño, esos distantes tiempos donde yo corría enérgicamente, en los que podía sentir el dulce viento golpear mi rostro, mientras jugaba con las mariposas, en aquella plaza tan grande, llena de árboles, de otros perros con los que jugábamos durante horas hasta que nuestros cuerpos, ya agotados, nos pedían descansar. A veces sentía que mi corazón, intercambiaba lugares, con la pelotita de tenis que me lanzaban cada vez que las personas me llamaban “Hermoso perrito”, o “pero qué negrito precioso”, el tono de voz tan dulce que usaban, junto a las caricias que me daban, provocaban que mi cola se agitara trepidante, indicándoles a esa gente lo feliz que me ponían sus atenciones y lo deseoso que estaba por más.

Actualmente, mi hogar es Margarita, un lugar al que la gente llama “perfumería”. Allí, las personas me han estado alimentando muy amablemente, me han provisto una casa y mucho amor durante estos últimos años, mimos que agradezco con mi ya ensombrecida mirada y un débil movimiento de cola.

Frente a Margarita, hay un gran establecimiento del que personas entran y salen constantemente, algunas con bolsas grandes y otras más pequeñas, otras huelen muy rico y algunas me hacen picar la nariz, como ese líquido que echan en el suelo cuando limpian la perfumería. Creo que ese lugar se llama “El Kilbel”, o eso es lo que dice la gente cuando salen de ahí hablando con ese aparato en la oreja: “Ya salí del Kilbel”, qué raras costumbres tienen.

Mi reflejo, en esa gran vidriera, indica que mi cuerpo ya no es el mismo, pues el blanco que sólo predominaba en mis patas parece estarse apoderando de ellas, de mi rostro también, mi pelaje ya no es negro brillante, sino gris opaco. Mis orejas están caídas, mis párpados también, hacen que ahora tenga una mirada triste, cansada. Mis patas me

duelen, tiemblan indicando que quieren un descanso, cada vez me cuesta más cruzar la avenida, mi cuerpo se agota con facilidad.

Pero es en ese momento, luego de respirar con resignación, al ver mi cuerpo avejentado, que lo sentí. Cerré los ojos un instante, esa sensación de calor en mi cabeza, la alegría, mi cola moviéndose con lentitud. Una caricia, de esas que me ponían realmente feliz en mis más joviales épocas, las mismas que me recordaban lo bonito que era vivir a pesar de sentir dolor.

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