Personería Jurídica Nº 790/11
Reconocida por CONABIP y por el Ministerio de Cultura de la Provincia
Integrante del Núcleo de Bibliotecas
Populares de la ciudad de Santa Fe
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Imanes
Ivana Galetti
Algo tiene Guadalupe de hipnótica.
Salir a caminar una tarde de otoño, con la luz tenue de un sol que atraviesa. Que deja sus últimos hilos de luz pegoteados por los huecos entre medianeras, o ventanales inmensos que proyectan formas exóticas en las veredas irregulares.
Yo soy de esas personas que tienen una relación especial con Guadalupe, una especie de filósofa costera latinoamericana que se sorprendió inmensamente cuando entendió que no bajamos dos veces al mismo río. Estoy agradecida de todo eso y, a la vez, sorprendida de las interminables enseñanzas que nos deja la existencia humana.
Antes sentía miedo de tanto silencio, de tanto desborde, de tanta historia de viajeros, de éxodos llenos de dolor. Veía a mi abuela decir con un grado de tristeza en los ojos que Guadalupe era en su momento un lugar alejado del centro, para gente que recién llegaba, que se iniciaba “sin un peso”, a construir sueños, vidas prósperas, proyectos familiares. Pero la lejanía era notoria, era un submundo de Santa Fe. Y había muchas manzanas vacías sin más que tierra cruda.
Cobijando esas palabras, me acariciaba un malestar constante al caminar en soledad por las cortadas del Seminario, siempre y en todo lugar. Siempre, más allá de todo, sentí que algo estaba esperándome, que algo debía descubrir en ese malestar.
Y medité acerca de este espacio. Y me imaginé de nuevo ahí, sin otra forma que mi necesidad de habitar un lugar en Guadalupe. Pero, esta vez, no como espectadora sino como parte necesaria de ese barrio. Como pieza dentro de un rompecabezas hecho de singulares subjetividades.
Y un poco entendí que quizá lo que descoloca de este barrio es que, más allá de la urbanidad, aún preserva lugares libres. Pero con eso no me refiero al concepto tan cruel de “zona liberada”, sino a lugares, espacios donde aún la ley, las normas no tienen cómo actuar. Y eso, muchas veces, es motivo de terror. Y de festejo. Sólo es importante elegir los lentes adecuados para contemplar la experiencia.
Aún hoy la costanera como una serpiente agazapada, está latiendo en una bruma de vegetación, árboles y arena. Nada, ni una defensa hecha de ladrillos hexagonales, puede borrar la fuerza preciosa de la naturaleza.
Así, vestida de fiesta, volví a un barrio que me recibió como lo que era. Una mujer adulta, intentando vincularse desde otro lugar con lo que le dijeron que era el universo y lo que le enseñaron de ese lugar particular.
Y me embriaga, otra brisa. Tengo otra oportunidad para experimentar.
Me vuelvo un ojo incesante que quiere capturar cada detalle: la laguna que corroe lo que le ponen delante, y luego se retrae y deja resabios de barro y recuerdos de civilidad, los palos borrachos que están gordos y llenos de savia. …Los gomeros que dejan caer sus hojas- cuenco en la ciclovía atestada de brotes erráticos.
Y pienso en cómo no escuché antes tantas señales de vida que golpeaban contra las memorias impregnadas en mis células, de lo que fueron mis ancestros.
Respiro. Y agradezco cada una de las formas en las que volví a Guadalupe. La primera, hostil, me mostró que debía mirar con cuidado, que lo frágil de equivocarse es precioso y es único, como la vida. La segunda, en presente, ya enraizada y con los sentidos puestos en esta diminuta pieza de rompecabezas que intenta, a la fuerza, insertarse en un paisaje de límites indefinidos.