Personería Jurídica Nº 790/11
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Malos hábitos
Juan Manuel Adur
Aquel semblante agradable trasuntaba paz, paz engañosa, gesto cansino entreveían sus ojos. Un aire lóbrego, indefinido, sepulcral, misterioso. Peculiar cabello de acendrado color marrón mostaza, semejando barbas de choclo. Cara amarillenta, leve sonrisa. Carcajadas intermitentes, oscuras, indefinibles. Rostro entre gentil y diabólico. Ropas de hippie viejo: camisas floreadas o en rayas, extremadamente coloridas, chalecos multicolores, especialmente verdes. Babuchas, verde militar pero sin apariencia de uniformado. Zapatillas guante, estilo náuticas. Muñecas, atiborradas de pulseras artesanales. Tatuajes, aros y piercing, completaban el cuadro. Sexo, dudoso.
Otrora, dispuso una habitación pegada a la vereda para modesto estudio de fotografía; pasión sempiterna. La finca estaba a pocos pasos de la Laguna Setúbal. A su vez practicaba con fruición el oficio de carpintero.
Jubilado, navegó entre fotos y maderas. Elaboraba diversos objetos y demostraba una gran destreza y buen gusto en todo lo que salía de sus manos. Exhibió carteles, en refinados trabajos de madera – con inscripciones de bajo y sobre relieve – anunciando ventas, al frente del pequeño comercio que ahora estaba vestido de alcoholes, predominando los vinos de Mendoza, Salta y La Rioja. También comerciaba chocolates, alfajores y algunos delicatesen. Sumaba variadas cervezas artesanales de distintos lugares del país.
El local, de alguna manera, había cambiado la fisonomía en la cuadra de aquel apacible barrio residencial. Poco a poco, los vecinos se fueron allegando al mismo, porque la bonhomía de Timoteo (nombre heredado de su abuelo) acercaba a la gente, aunque la mirada de Timo como le decían los amigos, los pocos que contaba, trasmitían un abismo casi inescrutable.
Su madre, arrastrando varias enfermedades, había fallecido tiempo atrás y había quedado solo.
Nadie sabía de la construcción, bajo el quincho y al fondo del patio, de un prolijo sótano donde pasaba interminables horas. Con estridentes sonidos de música rock desarrollada otra pasión: taxidermia, curtido de cueros, pieles, en diferentes tamaños y colores. Verdadero artesano, meticuloso al extremo. La habitación tenía muchas estanterías. Dos paredes con animales embalsamados y las restantes, con cueros y pieles. Semejaba una galería de naturaleza muerta. La prolijidad, higiene, esquematicidad del ambiente, asustaba, expresando la obsesión-delirio del artesano subterráneo.
Los contiguos residentes, empezaron a elaborar preguntas, casi investigativas, que muchos no querían escuchar. Cierto día un cliente (bastante asiduo) le espetó sin más, si sabía algo sobre su amado gato, describiendo las características del mismo: negro, ojos azules, importante tamaño, casero, ronroneando en la cuadra. Una tarde de llovizna dejó de verlo. Un vecino lo vio entrar a “Sabores Argentinos”, como así se llamaba el lugar. Timoteo, con media sonrisa, aumentó su palidez. Expresó confusas, difusas respuestas, que no convencieron al atribulado preguntante.
Sumando jornadas, la gente notó ausencia de mascotas, coincidiendo la mayoría en que las mismas habían sido vistas por última vez en las cercanías del establecimiento. Estalló la alarma. En entresemana, la señora del kiosco de la esquina, expresó, envuelta en crispada angustia, que faltaba su marido. Tras una semana sin noticias, se acordó una reunión en casa de la kiosquera. Todo derivó en manto de sospecha sobre la persona del comerciante. Porque algunos de ellos habían visto a los perdidos alrededor de la tienda. La improvisada tertulia vespertina, decidió indagar a Timo.
Al día siguiente, saturaron el local ante el asombro del dueño. Los “cargos” por así decirlo, describían las desapariciones haciendo hincapié en la casi segura autoría del entrevistado en los extraños sucesos.
Él, quedó atónito. Se recompuso esbozando tibias e incoherentes respuestas. El lastimoso relato, envolvió en espeso silencio a la concurrencia. Eladio (vecino), arengó para revisar la casa. Rompiendo la negativa del propietario, irrumpieron en la vivienda, requisándola entera. Nada hallaron.
Postrero recurso, era revisar el quincho al fondo del patio. Así, diciendo y haciendo, forcejearon una puerta sin poder abrirla. Juanjo (otro vecino, Karateka) la derribó de un solo golpe.
En tropel abordaron el sitio. Nada había, solo algunos trastos viejos. Don Germán, viejo vecino (de la manzana, con rostro investigador, corrió unos cajones y sentenció: “hay gato encerrado”. Demudados semblantes atisbaron en el piso lo que parecía una puerta con una falleba en una arista. Sin demoras, procedieron a abrirla. Un ramalazo de olor nauseabundo, dulzón, los invadió. Los improvisados investigadores descendieron por una escalera, buceando en un hueco de sombras. Tanteando paredes, encontraron una llave de luz.
En la claridad, surgió un espectáculo tétrico y alucinante: infinidad de perros, gatos y otros, estrictamente alineados sobre rectas estanterías, ocupando dos muros. Los restantes, en una superficie blanca, perpendicular e impecable, acumulaban en geométrica armonía, pieles de varios colores y tamaños. Eran sus queridos gatos y perros que aparecían estáticos.
Entre gritos, sollozos y vituperios, Ana emitió un aullido lamentoso en vendaval de lágrimas, nombrando al marido. En el intrigante submundo descubierto, Carlos (el negro), divisó en un vértice del lugar, unas maderas demasiado acomodadas. Siempre curioso, unido a dos más, despejaron la superficie. Terminada esta tarea, divisaron una tapa de formas rectangulares, en cuyo extremo había una incisión para introducir una mano. Sin esperar, Juan introdujo su extremidad en la hendidura. Tirando hacia arriba, previo remover unas briznas de hierba, apareciendo ante el asombro general, la cara, en franca descomposición de un hombre, que al unísono y principalmente su esposa, reconocieron la figura del kiosquero.
Las miradas se entrelazaron. Y sin decir una palabra, formaron un tumulto de pasos, arribando a la parte delantera del inmueble, sindicando a Timo como autor de aquella obra funesta.
Este, en sigiloso andar, había ido hasta su dormitorio. Ahí metió algunas prendas en una mochila que cargó en las espaldas. Llegó a una puerta lateral casi imperceptible, cubierta por una enredadera, para huir sin mirar atrás ayudado por la tardecita oscura de junio.
Los de las cercanías buscaron y rebuscaron en diferentes lugares de la casa. Todo fue infructuoso. Salieron a la vereda, no encontraron a nadie.
Las victimas de estas tristezas se aferraron a variados recursos –policiales, judiciales, investigativos- con soluciones vanas. El delincuente había desaparecido, se esfumó en los pliegues de la tarde. Nunca se supo el paradero, solo quedó el recuerdo de los hechos atroces y la imagen de aquel ser abominable, indefinido y perverso. Nunca se borró de la memoria colectiva. El maldito se desvaneció en los túneles del tiempo. Esa nota, ínsita en su mirada, desnudó su lado más espantoso. Escondía malos hábitos.