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Memorias de Guadalupe 

Marita Izaguirre

 

 

Fines de los cincuenta, comienzos de los sesenta. Era una adolescente. Su hermana mayor se había casado y se había ido a vivir a Guadalupe con su marido y su suegra. Luego nacerían las hijas.

A ella, le encantaba ir a visitarlos. Se sentía más libre sin la mirada atenta, prejuiciosa y desconfiada de su madre; estaba con sus pequeñas y adorables sobrinas, se bañaba en la laguna, tomaba sol en la playa, disfrutaba del cielo inmenso, del espejo de agua, de los árboles, las plantas y las flores.

Tomaba el tranvía, el 4. Era un trayecto largo. El 4 venía por calle San Jerónimo y luego tomaba boulevard, ya no recuerda por qué calles iba hacia el norte (¿sería por Aristóbulo del Valle?), pero sí que tomaba Avenida Galicia hasta General Paz. El traqueteo del tranvía le era familiar, su andar inconstante y el viaje duraba como una hora. En esa época no tenía tanto problema con los tiempos. 

Todo cambiaba al llegar a Guadalupe. El sol era más brillante, el aire más límpido, los árboles más grandes, majestuosos. Los palos borrachos, los ceibos, los sauces, los lapachos rosados tan florecidos en primavera, los jacarandás que dejaban las veredas teñidas de ese maravilloso color lila o lavanda, no sabía cómo identificarlo.

¡Y llegar a la laguna! Quieta, lisa a veces, encolerizada y revoltosa cuando había viento. Le gustaba imaginar que era un mar, con el horizonte tan lejano. 

Enfrente, las islas llenas de árboles que mostraban un achaparrado panorama de verdes. Fantaseaba con aves inmensas y coloridas que se mostraban apenas entre el follaje de distintos tonos verdes. Y pensaba entonces en pintarlos, pero nunca lo hizo.

Y allí, los juegos con otros adolescentes, los días que pasaba al sol con la arena que recuerda tibia o caliente, o nadando en la laguna inmensa. Ayacucho hasta la laguna, Javier de la Rosa y la playa, el bar de ese lugar, las terrazas que daban a la costa. Y las largas caminatas hasta el Monte Zapatero….



 

Sus sobrinas recordarán para siempre ese lugar como el paraíso perdido. Allí donde jugaban desde muy pequeñitas con todos esos amigos que eran vecinos. Los de enfrente, que eran cuatro hermanos, los de más allá, los de la otra cuadra, su primo y tantos otros. Recorriendo las calles sin temor, descalzas, corriendo, jugando. A veces iban dos o tres cuadras más allá hasta a lo de una prima. Todas las casas con tierra, con césped, con árboles y plantas. Y correr luego una cuadra más para desembocar en la arena y la laguna, donde se juntaban a jugar y a nadar hasta que el sol caía. Y en la esquina de su casa el club del Círculo Italiano, donde pasaban los días hasta agotarse. Allí donde ahora hay casas elegantes, carísimas, que dan a la laguna pese a que las disposiciones municipales lo prohíben. Cosas del gobierno del golpe militar del 76. Y ellas lejos, muy lejos, en el tiempo y en el espacio. Guadalupe mágico para siempre en su memoria.

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