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El campo

Autopista literaria sigue apostando semanalmente a las palabras que circulan en el seno de la biblioteca. Algunas de ellas hablan del presente, de los pormenores habituales que el hombre enfrenta a diario y sobre los cuales la literatura echa luz acerca de los procesos desatados. Hay otras que deciden viajar más rápido e instalarse en escenarios posibles, ideales, como si el futuro podría ser también eso que las palabras diseñan de antemano. Elena es una de nuestras talleristas. Y este universo le es nuevo, pero su marcha y su manejo son cada vez, más sostenidos. Elena es de las que emplea, hasta aquí, las palabras para retroceder en el tiempo, para voltear la mirada sobre aquello que hizo historia en lo personal y que, sin embargo, la memoria y la palabra permiten instalarlo en un ahora que lo eterniza para siempre:

El campo

A Villa Ángela fui a visitar a mi abuela Gregoria. Ella vive en el campo, en medio del monte. Allí se siembra algodón y es donde trabaja toda la familia, desde el amanecer hasta el atardecer. Pero los sábados, a las cinco de la tarde termina nuestra labor, ya que como de costumbre los gringos nos llevan en sus camionetas al culto, en la iglesia Pentecostal, a cien kilómetros de allí…

Nanci, Jorge y yo nos apuramos a salir del rancho. Se nos hizo tarde, Jorge no encontraba sus zapatos, no se acordaba si los dejó debajo del catre o en los tablones cruzados donde colocamos la ropa de salir. Empezamos a correr por el camino largo que nos conduce a la casa del patrón y vemos a lo lejos que las camionetas arrancaban despacito. Así que a Jorge no se le ocurrió mejor idea que ir por medio del campo, cruzando los alambrados. En algunos había sembradíos, en otros toros, vacas, potrillos y terneros comiendo pasto o echados al sol. Íbamos corriendo hasta que de pronto vimos un paisano que se había quedado atrapado por el lomo de su camisa en el filo del alambrado. La escena era horrible: el paisano gritaba y gritaba pidiendo auxilio, cansado, se movía de un lado para otro y en vez de soltarse más se enredaba, sus manos sangraban. Jorge le dijo que se calme, que iba a ayudarlo, pero se dio cuenta al instante que no podía, ya que lo único que llevaba en sus manos era la biblia. Miramos para todos lados a ver si encontrábamos algo con que doblar la púa y lo único que vimos venir fue a un toro dispuesto a darnos una cornada. Velozmente, cruzamos del otro lado del alambrado, cerramos los ojos, no queríamos ver lo que sucedía. Al abrirlos, el toro con un bramido estruendoso embistió el alambrado. El paisano voló por el aire y cayó en la cuneta, dándose un baño de inmersión y fue así como se libró de aquella dolorosa situación. Elena


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